Desplaza

“No, no puedes aprender de cero, o te romperás una pierna”, me dijo por teléfono una intimidante profesora de ballet cuando llamé para pedir información al respecto.

Era justo lo que yo misma me temía.

Pero aun así, debe ser posible aprender ballet como adulta principiante, me dije. Lo que más me preocupaba era mi sobrepeso, ya que de pequeña había sido víctima de burlas y una de las razones que me empujaron a dejar de bailar.

Más tarde, mientras navegaba por las turbulentas aguas de la adolescencia, me formé una creencia diferente: el ballet tenía que ser un ejercicio sofisticado para niñas delicadas, algo que yo jamás había sido ni sería. Admito que a veces me había preguntado qué debería sentir una al formar parte de ese exclusivo y siempre tan elegante mundo del ballet clásico. Pero, a pesar de ello, nunca volví a intentarlo. 

La cuestión es que el ballet suele estar considerado como algo aceptable para personas de solo dos categorías: niños, o adultos que empezaron a bailar cuando eran niños. Pero, ¿y todos los demás? Durante años me hice la misma pregunta una vez tras otra, hasta que finalmente decidí hacer algo al respecto. 

De las siete escuelas de ballet con las que me puse en contacto para escribir este artículo, tres me respondieron de manera positiva y, por tanto, de manera contraria a la profesora intimidante (la cual, sin embargo, me invitó muy amablemente a asistir a su clase), así que al final me decidí a llegar al fondo de la cuestión. En aquellos momentos no podía ni imaginarme que estaba a punto de embarcarme en una de las aventuras más gratificantes que jamás había experimentado desde que había empezado a escribir esta serie de artículos titulados ‘Ponte a prueba’.

Luchar contra los prejuicios

En primer lugar, me dirigí a la opción más segura: ir a ver una clase de la profesora intimidante.

Quedé maravillada por las arabescas y me di cuenta de cuántos prejuicios tenía sobre el ballet. El primero, obviamente, era el supuesto estigma relacionado con el peso: en cada clase de ballet había personas de formas y tamaños diferentes. Y sí, los bailarines y bailarinas con sobrepeso se ponían de pie sobre los dedos de los pies con la misma facilidad o dificultad que el resto.

Mi segundo prejuicio (tan infantil como el anterior) era el uso excesivo del color rosa. Pues bien, nadie llevaba rosa en esa clase. Y en las otras cuatro clases que también presencié, el rosa (que era el color por excelencia del ballet), se usó muy poco. La odiadora del rosa (yo) ya podía relajarse: los vestidos eran negros y grises, combinados con azul marino. La mayoría de las zapatillas eran negras o color carne. 

El tercer prejuicio, y el más peligroso de todos para un principiante, era pensar que a partir de cierto nivel, el ballet pasaba a ser ‘fácil’; ¡algunas bailarinas parecían tan ligeras y sus movimientos tan elegantes! La verdad, que descubrí más tarde, es que el ballet se supone que tiene que parecer que es así, y por eso las profesoras recuerdan constantemente a sus alumnos y alumnas que vigilen sus expresiones faciales. “Somos animadores. Sonreímos siempre”, escuché decir después a una profesora. Sin embargo, el esfuerzo en sí es siempre muy exigente, ya que para hacer ballet una tiene que activar todos los músculos del cuerpo, lo que requiere un gran nivel de concentración. En resumen, me pareció un reto difícil, y quizás fue eso mismo lo que me hizo intentarlo. 

Mejorar mis habilidades

Cuando finalmente me apunté a un curso de principiantes, me di cuenta de que muchos de los demás asistentes no eran tan principiantes, sino personas que desde niños y niñas habían querido aprender ballet. Este factor resultó ser un poco desalentador, aunque al mismo tiempo lo encontré muy interesante, ya que aprender con ellos me hizo sentir como si estuviera mejorando mucho mis habilidades.

Rápidamente me di cuenta de que lo más difícil del ballet es mantener la postura correcta mientras te mueves. Todos los músculos se tensan en el esfuerzo, e incluso cuando realizas un movimiento correctamente, digamos por ejemplo algo relativamente fácil como un demi-plié, estoy segura de que mi postura es un desastre. ¿Activé los músculos abdominales para poder mantener la espalda erguida? ¿Supe aprovechar la fuerza de los músculos interiores de los muslos para realizar el movimiento correctamente? ¿Mis brazos parecían haber olvidado hacer algo en concreto? (Probablemente).

En el ballet, es tan importante mantener un altísimo nivel de concentración para poder pensar en todos esos factores, y al mismo tiempo recordar la coreografía, que al final me olvidaba de la coreografía y simplemente seguía a los demás. Seguro que parecía atolondrada. No obstante, como principiante profesional que soy, ese tipo de vergüenza ya no me afectaba.

Excepto cuando estábamos a media clase y la profesora empezaba a dar por sentadas ciertas posiciones que, para mí, eran como un deporte con un nivel de dificultad equivalente a la lengua árabe, cuyos diferentes componentes mi cerebro no es capaz de analizar y sintetizar. “Esto va a ser tan difícil”, me decía a mí misma, y entonces durante un momento me arrepentía de haber empezado a hacer ballet. La clase, como todas las clases de ballet, terminaba con mi peor pesadilla personal: bailar de dos en dos delante de la clase. Me traía recuerdos de mí misma cuando era aquella niña regordeta que bailaba en el centro del escenario totalmente vestida para la ocasión, y oía los susurros y las burlas que más tarde me hicieron abandonar el ballet.

El trabajo real

Tras mi primera clase en grupo, hice una clase particular para recibir comentarios personalizados. Dado que era una principiante absoluta, las coreografías fueron sencillas y conseguí mantener la postura que la profesora no paraba de corregirme, aunque al mismo tiempo no fui capaz de hacer bien ciertas cosas básicas. Sin embargo, en general la clase fue bien, e incluso intenté y realicé una piroutte de manera medio decente. Me pregunto si se debió a que, como muchos de nosotros, cuando era adolescente bailaba (¡y mucho!) en secreto en mi habitación…

Cuando entré en mi primera clase de técnica (abierta a todos los niveles), pasé miedo. Es un edificio histórico, y el suelo de madera, las ventanas alargadas y las escaleras también de madera parecen sacadas de Fama. Me sentí fuera de lugar, y solo esperaba el momento en que la profesora se diera cuenta de que era una principiante absoluta y me hiciera salir de clase. 

Pero el destino tenía otros planes. La profesora era Daniella Rajchman, del prestigioso Centre de Danse de Marais de París. Y sí, rápidamente se dio cuenta de que era principiante, lo que no me molestó, aunque seguir la clase fue realmente difícil. Sin embargo, me animó durante toda la clase, y al final conseguí seguirla, aunque con muchas inseguridades. Eso me motivó a perseverar, y cada día durante cuatro días, hice clases de ballet en grupo con ella.  

Voy a ser honesta: a veces miraba el reloj varias veces en un corto período de 10 minutos y me preguntaba si mi cuerpo había sido capaz de analizar y procesar los movimientos individuales que nos había enseñado la profesora. Otras veces me interponía en el camino de otras bailarinas sin saber cómo había acabado ahí. Pero, clase a clase, fui mejorando. Poco a poco, a medida que corregí mi postura y empecé a charlar con mis compañeras en los vestuarios, me fui relajando cada vez más. Por encima de todo, y al contrario de lo que mis prejuicios me habían hecho creer, me di cuenta de que practicar ballet puede ser muy agradable, si tienes la profesora adecuada que sea capaz de crear un entorno de confianza y te motive a alcanzar tus objetivos, independientemente de lo humildes que estos sean.

La mejor recompensa

Durante una de mis últimas clases, Rajchman me dijo que lo estaba haciendo muy bien. Fue en ese momento que por primera vez tuve la profunda satisfacción que la mayoría de bailarinas y bailarines de ballet de cualquier nivel deben sentir, un orgullo excepcional, por haber realizado algo tan difícil. No sé si fue porque era algo personal, pero la sensación fue mucho más intensa que con cualquier otro arte o deporte que jamás haya intentado practicar estos últimos cuatro años dentro de esta serie de artículos. 

Y la sensación de satisfacción me enganchó. Tanto, de hecho, que un domingo asistí a un taller adicional de ballet de tres horas con Rajchman, y me lo pasé fantásticamente bien.

Con ella como profesora, fui capaz de superar mi último prejuicio sobre el ballet. Siempre había pensado que el ballet estaba lleno de chicas tan femeninas como vanidosas y, en lugar de eso, descubrí que estaba lleno de mujeres inteligentes que habían decido ponerse a prueba atléticamente a sí mismas para mantener sus cuerpos erguidos minuto tras minuto, activar su musculatura, recordar la coreografía, seguir la música y coordinar todo ese enorme valor y determinación con la voluntad de mantener la máxima elegancia. Hoy puedo decir que haber formado parte de todo eso es algo de lo que estoy muy orgullosa.


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