Desplaza

Una habitación a oscuras, una mesa de madera mal iluminada sobre la que se inclina una figura borrosa que lleva una lupa mientras vierte metal fundido en un molde, siendo dicha materia incandescente la única fuente de iluminación. Un poco de humo y un fuerte olor llenan la habitación. El hombre observa el proceso completamente absorto hasta que, al final, un objeto brillante emerge sujeto entre unas pinzas oxidadas. Es un anillo.

Como mínimo, así es cómo yo me imaginaba el arte de la orfebrería.

No obstante, el taller en el que ahora me encuentro es muy diferente, y mucho menos romántico. Está iluminado por luces fluorescentes muy brillantes y contiene una amplia gama de herramientas y varias sillas giratorias; y no hay nada de romántico en las sillas giratorias. Lo que es más importante, no obstante, es que no hay moldes, ni hornos, ni fuego; solo hay dos sopletes de propano.

El instructor, nuestro maestro orfebre, no tiene tampoco aspecto de misterioso. Como mucho es un poquitín raro. Entre mis compañeros de clase hay una mamá de sonrisa ansiosa, acompañada por su hija adolescente; una mujer de mediana edad y sonrisa agradable; un futuro diseñador de joyas (con su cuaderno de notas y croquis); y un hombre ávido pero impaciente de unos 50 años de edad. El instructor nos pregunta qué queremos hacer y yo ya me pongo ligeramente nerviosa. ¿Qué puede llegar una a hacer en un taller de orfebrería de dos días de duración? Aún así, todos los asistentes apuntan al cielo.

«Un pendiente en forma de hoja de ginkgo», le respondo llena de entusiasmo.

«Muy bien», dice él.

Primero sugiere que practiquemos con una pieza de cobre o latón, y yo escojo latón, aunque las aleaciones son más duras que los metales puros. A continuación, justo cuando esperaba que los moldes hicieran por fin acto de presencia, el instructor nos dice que no fundiremos nada. No lo hace ni él con sus propias creaciones porque, como nos explica, el proceso requiere unos equipos muy caros y es más fácil subcontratar esa parte del trabajo. En vez de fundir metal, nosotros lo calentaremos con los sopletes y, acto seguido, lo someteremos a la sierra, el martillo y la lima para darle la forma deseada.

Empiezo a cortar mi pieza caliente de latón con una sierra de calar. En principio se supone que tengo que:

– Aprovechar el peso de mi propia mano, sin ejercer presión sobre la herramienta.
– Desplazarme, únicamente, de arriba a abajo.
– Mantener la hoja de sierra a un ángulo de 90° con relación al metal.
– No cambiar nunca de dirección. La única manera de cambiar de dirección es serrando en el mismo sitio y haciendo un pequeño orificio para que la hoja pueda girar sobre sí misma.

Rompe una de estas reglas y la hoja se partirá. No hay escapatoria: «Es parte del proceso», nos dice el instructor.

Poco a poco, mi hoja empieza a tomar forma, aunque es mucho más difícil de lo que pensaba. No dejo de romper hojas de sierra cada dos minutos. Cuando ya voy por la décima, siento la necesidad de controlar la sierra de calar como si fuera una extensión de mi cuerpo; en el momento que ‘desconecto’ de la herramienta, la hoja se parte. La más mínima presión en cualquier dirección que no sea de arriba a abajo, incluso la tensión de los músculos de la mano, rompe la hoja. Al fin termino. Efectivamente, parece que he conseguido perfilar la hoja.

En este momento, me doy cuenta de que hay dos cosas importantes en la orfebrería.

Primero, que es ruidosa. Como mínimo hay cinco personas dando martillazos a la vez, las sierras de calar cortan sin cesar y, por si fuera poco, también hay una pulidora, las limas, los sopletes y las ocasionales burbujas del enfriamiento del metal en el agua. El ruido es irregular cuando empezamos a trabajar a destajo, y unos segundos más tarde nos detenemos, exhaustos.

Segundo, el éxito depende principalmente de la habilidad manual. Yo, que siempre pensé que tenía un toque delicado y que era una persona hábil con las manos, estas próximas 48 horas me veo dudando seriamente de mí misma y de mis suposiciones.

A la hora del almuerzo, he hablado con la mujer de sonrisa agradable. Es pintora y comparte mi frustración con los aspectos más técnicos de la orfebrería. «Es muy difícil», dice. «Yo pensaba que sería cuestión de diseñar y ser creativos».

[Foto: Wikimedia Commons]

De vuelta en el taller, el instructor me enseña cómo conseguir que mi hoja sea más ancha y delgada. Toma un martillo y golpea con delicadeza la pieza a la vez que arrastra el martillo en dirección al exterior de la hoja. Ahora me toca a mí. Arrastrar el martillo es difícil porque mi mano no parece capaz de hacerlo por mucho que lo intente. A medida que va pasando el tiempo, no veo ninguna diferencia. «Quizás estoy siendo demasiado delicada», me digo a mí misma, y empiezo a usar el martillo con más fuerza.

«¡No tienes que golpear tan fuerte!», interviene el instructor.

«¡Ya, pero es que la hoja no cambia!».

«Tienes que tener paciencia», me contesta mientras toma el martillo y se pone a golpear la hoja con extrema regularidad, con movimientos lentos que, poco a poco, van expandiendo uno de los lados de la hoja. Es fascinante observar cómo es capaz de moverse con tanta precisión, consistencia y paciencia a la vez, así como la lentitud con la que, casi imperceptiblemente, la pieza va cambiando de forma. Comparada con él, me siento como un niño que chilla histérico víctima de una rabieta.

Vuelvo al trabajo, aunque no adelanto mucho. «Quizás el metal se haya enfriado», pienso. Aunque la hoja ya está bastante delgada, yo la caliento un poco más, durante un par de segundos más de la cuenta, lo que provoca que la mitad se derrita bajo el soplete. Con el corazón roto, vuelvo a mi banco de trabajo.

Mientras miro la hoja atentamente, siento una presencia detrás de mí. Es la mamá de sonrisa ansiosa. Su hija se la ha sacado de encima y ahora se dedica a comprobar lo que hace el resto del grupo con una especie de mal disimulada alegría ante las desgracias de los demás. Después de todo, ella estaba trabajando con oro, el metal más dúctil y maleable que existe.

«¡Oh!, ¿se te  ha derretido?…¡Qué pena!», dice mientras observa mi media hoja.

Tengo que volver a empezar, esta vez con plata. Seis hojas de sierra rotas, dos horas y litros de sudor más tarde, vuelvo a tener una hoja con una forma medio decente que, además, consigo adelgazar.

El instructor pasa entonces a acompañarme a un yunque en forma de globo. «Necesitamos curvarla», me dice mientras golpea la hoja con un martillo de manera muy delicada, arrastrándolo hacia el exterior de la pieza. Yo me continúo diciendo que es plata y que esta vez será más fácil darle forma. Voy dando golpecitos de martillo y más golpecitos, pero el yunque en forma de globo es todo un reto. Está claro que es muy difícil sujetar la hoja en la misma posición sobre una superficie redondeada a la vez que la golpeas mesuradamente con un martillo. «No te preocupes, al final será muy bonita», me dice el instructor. Yo lo dudo.

Una vez que parece que hemos terminado, me sugiere que use el martillo de nuevo, muy delicadamente para crear las venas de la hoja. Suena como si ya hubiera casi terminado. A ver si al final va a quedar bien y todo, pienso. Pero rápidamente me doy cuenta de que he sido demasiado optimista, demasiado pronto. Acabo de, por error, sujetar la hoja por el tallo, y se me ha roto.

«Oh, se rompió…. ¡Qué pena! Era tan bonita», dice esta vez la mamá de sonrisa ansiosa, que aparece de no sé dónde.

Estoy empezando a perder la paciencia. El instructor me muestra cómo soldar un nuevo tallo y, a continuación, me pide que la lije para darle forma. No tiene buen aspecto. La pieza en sí no se parece en nada a lo que yo quería.

De pronto, la señora de sonrisa agradable se acerca y se sitúa a mi lado.

«Mira, es muy bonita, ¿no crees?», me dice mientras mira la hoja.

«La verdad es que no. Es pequeña y fea. No es lo que tenía que ser», le respondo yo.

Ella sigue allí derecha, en silencio, y unos segundos más tarde dice: «¿Sabes?, tienes que aceptarla por lo que es. Cuando pinto, empiezo con una cierta idea pero a menudo la pintura se convierte en algo completamente diferente. Y entonces le digo: ‘De acuerdo, te ayudaré a convertirte en lo que quieres ser’. Y acaba siendo algo precioso, aunque no haya seguido mi plan».

Finalmente lo he entendido: la orfebrería es asumir y aceptar las formas que nos son dadas. Y ser paciente, más de lo que a veces parece humanamente posible.

Y por encima de todo: no volver a cuestionar jamás el precio de una joya hecha a mano.


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